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solicitud del carne

 

Semana Santa Pregón 2007

 

 

 


Pregón de la Semana Santa
Año 2007

José Antonio Saavedra Moreno

 

Prólogo:

Y empecé a escribir y dejé que mi corazón dictara mi mano, sin poner en ello la razón. Y escribí y escribí... pues, cuanto más escribía, más se henchía mi corazón.

Semana Santa, semana de amor y muerte. Semana Santa, semana de estar cerca de Dios. Semana Santa, semana de oración, de reflexión. Semana Santa, semana de pedir perdón.

En Semana Santa, hasta la naturaleza se hace pregonera. Con la entrada de la primavera, la luz nos sorprende más diáfana y cálida; huele a campo estremecido. Difuminados los fríos invernales, todo nuevamente se insinúa del color de la esperanza. Y la primavera sale a la calle y se pasea: rosas, claveles rojos, iris azules, gladiolos, orquídeas blancas, margaritas, dalias, flor de cerezo, narcisos, lirios, tulipanes... Todo el arco iris en volandas. Aquí cada paso, o trono, lleva un trozo de primavera por insignia.

Estoy convencido de que para hablar de la Semana Santa, hay que hacerlo desde la fe, o al menos desde el drama de la duda de la fe: la fe en ese Dios, que se encarnó hombre y sufrió y murió por nosotros, la fe en Él que resucitó al tercer día. Sin ella, cualquier intento de glosar la Semana Santa podría ser profunda reflexión filosófica o bello lirismo, pero se quedaría en el ámbito de lo intranscendente, de lo artificial, casi de lo vano. Sí, creo sinceramente que se necesita la fe para comprender, interpretar e intentar, humildemente, expresar nuestra Semana Santa.

Lo bueno es que, probablemente, vale para ello cualquier clase de fe: la del inocente que, aún hoy, se emociona y se entristece con el Crucificado y se alegra con el Resucitado; o la fe del que elabora más su pensamiento, quizás siempre un poco escéptico, pero que al final dirá, como Unamuno: "Oh padre eterno, acógeme en tu dulce hogar, pues vengo cansado del duro bregar".

Hablar de Semana Santa es hablar de sentimientos. Es dejar que la mente vuele y conecte con aquellos recuerdos de años pasados que tanto duelen y en los que están presentes quienes hoy faltan; las cosas que hoy no están; aquellos olores a primavera limpia y fresca; a jara, a tomillo, a romero, a olivar y dejar que te vuelvan a embriagar con su olor... Es volver a saborear, con el paladar dormido, aquello que sólo en Semana Santa se podía degustar: el hornazo con aquella cruz que lo decoraba y que anunciaba inconfundiblemente su simbología, la torta de aceite, el encebollado de boquerones para la vigilia y la imagen de aquellas manos que de manera cansina, una y otra vez, golpeaban la masa, recebándola de harina cada vez. Semana Santa es todo eso. Es sabor, color, olor, recuerdos, dolor por la muerte de Jesús, pero también es luz, es esperanza, pues con Él, renacen, como renace en primavera la Vida, el anhelo de vivir la vida eterna cerca de Nuestro Señor. Y allí no habrá más miseria, ni envidia, ni guerra...

Pero además es para el cristiano, debe ser, el espacio de tiempo para caer en una catarsis, que purifique y libere nuestra alma del pecado y nos lleve a una transformación interior que permita que, pasada esa semana, podamos renacer como hombres nuevos, comprometidos con la fe de Cristo.

Qué suerte, poder vivir hoy aquí toda esta amalgama de sensaciones, desde este balcón de madera, que me abocina sobre el patio de este hermoso lugar, junto a todos ustedes. Yo un hombre sencillo, de la calle, sin más magisterio que mi trabajo y mi fidelidad a mis creencias y el amor a Cristo. Hoy, sin más traje que mis sentimientos desnudos ante todos ustedes, con el coraje de poder rendir homenaje a un hombre que dio su vida por todos nosotros, me dispongo a hacerles rememorar, sentir de nuevo y por un instante todo aquello. Pensar juntos. Recordar juntos. Creer juntos. Renacer juntos en la primavera de Cristo. Si lo consigo, habré triunfado, si no, al menos lo habré intentado.

Quiero agradecer la confianza que otros han depositado en mí, no sé si seré capaz de llegar a llenar el corazón de las personas que me eligieron, pero, a fe mía que al menos, lo intentaré.

Excelentísimos Señores Concejales.

Ilustres Presidentes de las Cofradías de Semana Santa Marteña.

Hermanos Cofrades.

Amigos y amigas. Gracias por estar hoy aquí para escuchar las humildes palabras de este pregonero que se aventura en esta, para mí, difícil tarea de difundir a los cuatro vientos, la Semana Santa de este nuestro pueblo, Martos, ciudad cargada de tradición y devoción a la Semana, que el pueblo de Dios, dedica a recordar la historia de la Pasión y Muerte del que fuera el redentor de nuestros pecados y el que por su resurrección nos hizo alcanzar la esperanza en la vida eterna.

Gracias a mi presentador, mi buen amigo, José Miranda, hombre cabal y cristiano, digno de mi admiración y la de todo aquel que lo conoce. Gracias por tus palabras de afecto, espero que algún día yo pueda devolverte este favor, que me haces hoy, y espero hacerlo con el mismo cariño que tú me muestras hoy, sólo te pido una cosa, que me permitas seguir siendo tu amigo.

Gracias a mis hijas por estar siempre junto a mí.

Disculpen el atrevimiento, pero quisiera dedicar este pregón a una persona muy especial, una persona paciente donde las haya, que ha sabido siempre encontrar la excusa para soportarme, para aconsejarme, sin la que tengo que reconocer, y lo hago públicamente ante este auditórium que, posiblemente mi proyecto como hombre no hubiera tenido éxito, pues, si mis padres me dieron la vida, ella me ha dado, sin lugar a dudas, la serenidad para afrontar cada día la vida y por ello tengo que estar eternamente agradecido y en deuda con Dios.

A ella, a mi esposa Isabel.

A Dios, una vez más, le pido por el descanso eterno de mi padre y a Él suplico por mi madre.

Comienzo:

Si te alegra, Señor, el ruido ronco
de este recibimiento que miramos,
advierte que te dan todos los ramos,
por darte el viernes más desnudo el tronco.
¿ A dónde vas, Cordero, entre las fieras,
pues ya conoces su intención villana?
Todos, enfermos, te dirán "¡Hosana!"
Y no quieren sanar, sino que mueras.
Hoy te reciben con los ramos bellos
(aplauso sospechoso, si se advierte),
pero otra noche, para darte muerte,
te irán con armas a buscar en ellos.
Y porque la malicia más se arguya
de nación a su propio rey tirana,
hoy te ofrecen sus capas, y mañana
suertes verás echar sobre la tuya.
Si vas en tus discípulos fiado,
como de tu inocencia defendido,
del postrero de todos vas vendido,
y del primero, cerca de negado.
Mal en los huertos tu piedad pagamos:
tu paz con las olivas se atropella,
pues son tu muerte, y fue la causa de ella
la primer fruta y los primeros ramos.
Francisco de Quevedo y Villegas 

 

Así, se lamentaba el poeta por la muerte de nuestro Salvador. En este poema se encierra, en síntesis, la historia de un hombre conducido a la muerte, por el pecado de los demás.

La Semana Santa, encierra en sí misma el misterio, en el cual, todos los cristianos, tenemos puesta nuestra esperanza, de vida eterna. Él fue el que arrojó luz, en la inmensa oscuridad que acompaña al hombre durante toda su vida.

Domingo de Ramos

¡Hosanna Hosanna ¡ ¡Bendito el que viene en nombre del señor! ¡Hosanna!

El día, se vistió de luz y de alegría, pues, el Hijo de Dios, hecho hombre, entra en Jerusalén como el rey de los judíos. Y las gentes se rinden en su alrededor y se abrazan y se alegran, pues, para ellos ha llegado el Salvador, el Mesías, aquél que los profetas dijeron que vendría a salvar al pueblo de Israel. Y reían y cantaban, agitaban los ramos de olivo y tendían sus túnicas al suelo para que aquel pollino, que portaba a Nuestro Señor, pisara sobre ellas.

¡Alegraos, grandemente, oh hijas de Sion! ¡Gritad, oh hijas de Jerusalén! Mirad, vuestro rey ha venido a vosotros. Es justo y trae la salvación. Viene como el más bajo, montado en un asno, en un pollino, la cría de un asno. (Zacarías 9,9).

Cuantas noches de sufrimiento callado, se difuminaban en un segundo. Las propias amenazas del Sanedrín, parecían no existir, pues, quién iba a ser capaz de negar la evidencia de que el pueblo quería a Jesús. En este momento todos pedían que fuera investido el rey del pueblo judío. Pronto los miedos de los doce desaparecieron y las recias espadas se adormecieron. No había razones para temer por un prendimiento de Jesús, en aquellas circunstancias. Pero a Jesús, algo perturbaba su pensamiento, que los allí reunidos no supieron comprender. ¿Qué le pasa al maestro, si todo está saliendo bien? Decían los propios apóstoles.

Y, Jesús, mirando hacia la ciudad lloró amargamente y con los brazos tendidos hacia ella dijo:

¡Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora están encubiertos tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, cuando tus enemigos te rodearán con vallado, y te sitiarán, y por todas partes te estrecharán, y te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación". Lucas 19, 41-44.

Josefo, un historiador judío, fue testigo presencial de la destrucción de Jerusalén en el año 70 A.D. Su relato encaja exactamente con la profecía de Jesús.

Seremos capaces los hombres y mujeres de hoy en día, de intuir el tiempo en el que nos visita Jesús o quizás la pregunta: ¿también nosotros estaremos abocados a la destrucción como la ciudad de Jerusalén?

La borriquita, que así se conoce este paso en nuestra ciudad, hace su aparición saliendo de su iglesia. Cientos de nazarenos visten las calles de malva y blanco. Las palmas, en su vaivén, parecen saludar a todo el mundo por doquier. Es caso curioso. Casi todos los que visten esta túnica son niños y niñas de corta edad. Bella estampa de nuestra ciudad, pues, el color de las túnicas se confunde con el color de las palmas que, vistas desde la distancia conforman una mezcla de colores espectacular sobre la que se abre paso nuestro Señor. Hidalgo con aquella figura inconfundible llena de esplendor que deja admirado a todo aquel que la ve.

Ilusión del niño cofrade, que por primera vez, palpa la suavidad de su túnica, que instantes antes ha visto como su madre, con toda la dulzura del mundo, ha preparado para este día grande. El padre cofrade recordará, la primera vez que él mismo vistió esa túnica y el abuelo no podrá evitar que las lágrimas se asomen a sus ojos al recordar aquel primer día ya tan lejano.

Y, Jesús, nos mira desde su majestad, pero sin abandonar su humildad sentado en su pollino, parece preguntarnos si sabemos lo que va a suceder en nuestra ciudad, sólo unos días más tarde. Y Jesús sigue recorriendo nuestras calles como lo hiciera en Jerusalén, aclamado por todos, respetado por todos. Es un día de algarabía, de júbilo. Es el día de la venida del Mesías. ¡Aleluya, aleluya! Hosanna el que viene del cielo. Nada hace pensar la tragedia que, la indolencia de las gentes, va a provocar en los próximos días. Todo lo que ahora son cánticos de aleluya se tornarán en insultos. Todo lo que ahora es palma de olivo, vestidas de hojas, se desnudarán para convertirse en desnudas armas dispuestas a golpear con rudeza. Todas las rosas, que arrojadas a sus pies adornaban el camino y embriagaban el ambiente con su perfume, rasgarán con sus espinas la carne sagrada de nuestro Señor.

Recuerdo de niño lo majestuoso de aquel trono, hoy, me parece más pequeño pero, sin lugar a dudas más hermoso. Ahora, portado por jóvenes comprometidos con la fe en Cristo, elegante, sin estridencias, orgullosa de llevar en sus hombros el Hijo de Dios, hecho hombre, en su triunfal entrada en la ciudad de Jerusalén. Recorre las calles de nuestra ciudad, lo mismo que el Mesías lo hiciera por aquellas callejuelas de aquella lejana ciudad, sus ojos desprenden una bondad infinita transmitiendo, en ella, el amor que se desparrama sobre todos nosotros. Con su mano nos bendice cada año y gracias a esa bendición nos hace albergar la esperanza, como pueblo cristiano, de que el día que seamos reclamados podamos recibir esa misma bendición en el reino de Dios. Y, si eres observador, verás qué bien vestidas van las gentes de la ciudad, pues, el que no estrena en ramos se queda sin pies y sin manos... Al menos eso dice la tradición.

La Santa Cena

La Santa Cena. No puedo dejar pasar por alto, tan importante acto realizado por Jesús, antes de su muerte, pues, este acto, se convertiría en el símbolo elemental del cristianismo. La Eucaristía.

Y se reunió Jesús con los apóstoles, para celebrar la que sería su última cena, antes de su muerte, anunciándola y vaticinando la traición de Judas.

Tomando el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: éste es mi cuerpo, que será entregado por vosotros: haced esto en conmemoración mía. Asimismo, el cáliz, después de haber comido, diciendo: este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros. (Lucas 22, 19-20)

El significado completo de esta consagración, es el establecimiento de la Nueva Alianza, o su representación simbólica, puesto que el cuerpo y la sangre de Cristo, debían de entregarse en efecto en la cruz. La Eucaristía es, en definitiva, el símbolo y anuncio de la Pasión, entendida como establecimiento de una Nueva Alianza, de Dios, con sus hijos. Una nueva oportunidad que el Padre Celestial, ofrece a los hombres, con la entrega de su Hijo, para que con su muerte, lograra la redención del mundo.

Pero aquella noche, estuvo cargada de mensajes dirigidos hacia nosotros, que además, debemos escuchar, como ejemplarizantes, para el comportamiento humano, vigentes aún hoy y que prevalecerán, sin duda, a lo largo de los siglos entre las buenas gentes, sean éstas cristianas o no.

Jesús, se ciñó una toalla y comenzó a lavar los pies a sus discípulos. El hecho fue rechazado firmemente por Pedro, por lo que Jesús insistió y después explicó el significado de su acto:

No es el siervo mayor que su señor, ni el enviado mayor que quien lo envía, aludiendo así a que en su condición de Maestro, en realidad no era más que el enviado del Padre, pero mostrando también una enseñanza repetida: que para ser el primero hay que ser el último, el servidor de los otros. Si yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y Maestro, también habéis de lavaros los pies unos a los otros. (Juan 13, 1-20)

No seré yo quien tire la primera piedra, pero, ¿no es verdad hermanos, que si algo falta en nuestra sociedad es precisamente el darnos cuenta de la necesidad, que todos tenemos, de ayudarnos unos a otros, en tender la mano al que lo necesita...? Creo que esta sociedad debe estar harta de tanta fachada, de tanto ver la viga en ojo ajeno. Debiéramos de ser como dijo Jesús, los últimos, si algún día queremos ser los primeros.

Quisiera Señor, poder lavar yo tus pies, mil veces, con tal de poder tocar tu grandeza, de estar a tu lado. Permíteme ser el último contigo, para estar siempre cerca de Ti. Sobre todo, en estos días venideros de Pasión, en los cuales, Tú eres el protagonista, el Redentor. Nosotros, en cambio, somos los que, por nuestras culpas, te sentenciamos a esta pasión y muerte. Danos fuerzas Señor, para encontrar el beneficio de la Alianza que nos ofreces y haznos dignos de merecerla. Ilumina el camino de este pobre hombre, que sólo, conoce una verdad auténtica y es que Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios hecho hombre, que vino a nosotros para posibilitar al Padre, perdonar nuestros pecados y soñar, así, con alcanzar la vida eterna.

La oración en el Huerto de Getsemaní

Después de la Última Cena, Jesús tiene una inmensa necesidad de orar. Su alma está triste hasta la muerte. En el Huerto de los Olivos cae abatido: se postró, rostro en tierra (Mateo 26, 39), precisa San Mateo. "Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero no sea yo como quiero, sino como quieres Tú". En Jesús se suman a la tristeza, un tedio y una angustia mortales.

Buscó apoyarse en la compañía de sus amigos íntimos y los encontró durmiendo; pero, entre tanto, uno no dormía; el traidor conjuraba con sus enemigos. Él, que es la misma inocencia, carga con los pecados de todos y cada uno de los hombres, y se ofreció, con cuánto amor, como Víctima para pagar personalmente todas nuestras deudas... y de cuántos, sólo recibe olvido y menosprecio. ¡Cuánto hemos de agradecer al Señor su sacrificio voluntario para librarnos del pecado y de la muerte eterna! En nuestra vida puede haber momentos de profundo dolor, en que cueste aceptar la Voluntad de Dios, con tentaciones de desaliento. La imagen de la Agonía de Jesús, en el Huerto de los Olivos, nos enseña a abrazar sus designios para con nosotros, sin poner obstáculo alguno ni condiciones, aunque por momentos, pidamos ser librados, con tal de que así pudiésemos identificarnos con la Voluntad de Dios. Debe ser una oración constante.

Hemos de rezar siempre, por nosotros y por la Iglesia; pero hay momentos en que esa oración se ha de intensificar, cuando la lucha se hace más dura; abandonarla sería como dejar abandonado a Cristo y quedar nosotros a merced del enemigo: "solo me condeno; con Dios me salvo" decía San Agustín.

Los santos, han sacado mucho provecho para su alma y para la Iglesia, de este pasaje de la vida del Señor. Santo Tomás Moro, nos muestra cómo la Agonía del Señor en Getsemaní, ha fortalecido a muchos cristianos ante grandes dificultades y tribulaciones. También, él fue fortalecido con la contemplación de estas escenas, mientras esperaba el martirio, por ser fiel a la fe. Y puede ayudarnos a nosotros a ser fuertes en las dificultades, grandes o pequeñas, de nuestra vida ordinaria y aprovecharlas para reparar por nuestras faltas y ofrecer por la Iglesia. El primer misterio doloroso del Santo Rosario, puede ser tema de nuestra oración, cuando nos cueste descubrir la Voluntad de Dios, en los acontecimientos de nuestra vida personal y en los de la historia de la Iglesia, que quizás no entendemos. Podemos entonces rezar con frecuencia a modo de ruego: "Quiero lo que quieres, quiero porque quieres, quiero como lo quieres, quiero hasta que quieras" (Clemente XI).

Portento de pasos, de Semana Santa, en la ciudad tuccitana, arrojo de jóvenes costaleros, que rompen sus rodillas para sacar a la calle sus imágenes titulares, por la estrecha puerta de San Amador. Representación de lo antes narrado, la oración de nuestro Señor en el huerto de Getsemaní. Buenas gentes, que exprimen su corazón, contra el duro palo de su trono, pero, cuanto más empujan, mayor es su devoción. Y aprietan los dientes y esperan la voz del que dirige, y al toque del ¡A ésta! La sangre explota en el corazón y el coraje de los hombres, se traduce en amor y devoción por su Señor. Dejo volar mi imaginación y no quiero pensar, quiero apartar de mí, el sentimiento de culpa, por la muerte de este hombre, que nada hizo, y que por nuestra indiferencia, perdió la vida. Perdición, de una sociedad apartada del camino del Señor. Tras Él, la Madre desconsolada, rota. Amargura la llaman, Amargura de madre, que siente desgarrado su corazón, al contemplar que su hijo se acerca al mandato Divino. Los costaleros juegan con las esquinas de las estrechas calles, sorteándolas una y otra vez, donde ojos sorprendidos, miran las hechuras de este trono, de calma belleza. Estampa que resplandece con la luz de sus velas y permite vislumbrar la agonía de una mujer, la Madre de Dios, que sabe que está pronta la profecía. Amargura la llaman... Redoble de zapatillas que resuenan al rastreo por las calles. Más que un ruido, es un susurro, que nos habla de la singularidad, sin par, de este paso, cuyo estilo, es único en la ciudad tuccitana.

Noche de oración, noche de reflexión cristiana, noche en la que la figura de Cristo, se nos presenta como hombre, sufriendo como hombre, teniendo miedo, como soportamos los hombres. Aceptando la voluntad del Padre y librando nuestros pecados.

Sea Señor en mí, lo que Tú quieras, no lo que yo pida, pero aparta de mí el miedo, ese miedo que todos tenemos, a sufrir la debilidad de la carne, y que Tú, nos enseñaste a superar. Dame, Señor, la fuerza para no perder la Fe en Ti y tu palabra. Y, aunque la vida nos depara sufrimiento, enséñame a encontrar tu voluntad con sabiduría. Enséñame el camino de la luz, en las largas noches de oscuridad. Ayúdame, a pasar contigo mi propio Getsemaní.

Cristo es arrestado y conducido a los romanos

Una banda de soldados vino con Judas y los sacerdotes con antorchas y espadas. Algunos decían, que eran cientos de soldados armados. Jesús podía verlos cruzando el arroyo del Cedrón y tenía tiempo para escapar, pero su mente estaba ya preparada. Él aceptaría la cruz por nosotros. Cuando ellos se acercaron, Judas se acercó y besó a Jesús en la mejilla para mostrarles a los soldados quién sería arrestado. Jesús dio un paso hacia delante y les preguntó: "¿A quién buscáis?" Le respondieron: "A Jesús de Nazaret". Jesús les dijo: "Soy yo". La Biblia dice que su respuesta fue tan poderosa que golpeó a estos soldados y se cayeron para atrás al suelo.

El acompañante sirio del sumo sacerdote, se acercó a Jesús y se preparó para atarle las manos a la espalda, cuando Pedro y sus compañeros vieron que su Maestro era sometido a esta indignidad, ya no fueron capaces de contenerse más tiempo. Pedro sacó su espada y se abalanzó con los demás para golpearles. Pero antes de que los soldados pudieran acudir en defensa del servidor del sumo sacerdote, Jesús levantó la mano delante de Pedro con gesto de prohibición y le habló severamente, diciendo: "Pedro, guarda tu espada. Los que sacan la espada, perecerán por la espada. ¿ No comprendes que es voluntad del Padre que yo beba esta copa? ¿Y no sabes además que incluso ahora podría ordenar a más de doce legiones de ángeles para que me liberaran de las manos de estos pocos hombres?"

Y se culminó la traición y Jesús fue atrapado como un ladrón. Con un beso, la manera humana de trasmitir amor, en este caso sólo transmitió traición, pero, no la de Judas, sino, la de todos nosotros, que día tras día, seguimos entregando a nuestro Dios, con nuestra indiferencia. Y fue conducido a Jerusalén, ante los sacerdotes en el seno del templo, donde fue presentado por los soldados. Los falsos testigos, le acusaron. Le escupieron, le golpearon y lo acusaron de blasfemia, de amenazar con la destrucción del templo. Mientras que esta turba impura se agitaba, mucha gente piadosa y amigos de Jesús, estaban tristes y afligidos, pues no sabían del misterio que se iba a cumplir. Andaban errantes, acá y allá, y escuchaban y gemían. Otras personas bien intencionadas, pero débiles e indecisas, se escandalizaban, caían en tentación, y vacilaban en su convicción. El número, de los que perseveraban, era pequeño. Entonces sucedía lo que hoy sucede: se quiere ser buen cristiano, cuando no se disgusta a los hombres, pero se avergüenza de la cruz cuando el mundo, la ve con mal ojo. Sin embargo, hubo muchos, cuyo corazón fue movido, por la paciencia del Salvador, en medio de tantas crueldades y se retiraron silenciosos y desmayados.

Y el sacerdote del templo seguía interrogando a Jesús: ¿Quiénes son tus discípulos? ¿Dónde están? ¿Callas? ¡Habla, pues, agitador, seductor! ¿No has comido el cordero pascual de un modo inusitado, en un tiempo y en un sitio adonde no debías hacerlo? ¿Quieres tú introducir una nueva doctrina? ¿Quién te ha dado derecho para enseñar? ¿Dónde has estudiado? Habla, ¿cuál es tu doctrina?".

Entonces Jesús levantó su cabeza cansada, miró al sacerdote, y dijo: "He hablado en público, delante de todo el mundo: he enseñado siempre en el templo y en las sinagogas, donde se juntan los judíos". El sacerdote elevó las manos con viveza, y dijo en tono de enfado: "Yo te conjuro por el Dios vivo que nos digas si eres el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios". Había un profundo silencio, y Jesús, con una voz llena de majestad indecible, con la voz del Verbo Eterno, dijo: "Yo lo soy, tú lo has dicho. Y yo os digo que veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha de la Majestad Divina, viniendo sobre las nubes del cielo."

El sacerdote asió el borde de su capa, lo rasgó con ruido, diciendo en alta voz: "!Has blasfemado! ¿Para qué necesitamos testigos? ¿Habéis oído? Él blasfema: ¿cuál es vuestra sentencia?" Entonces todos los asistentes gritaron con una voz terrible: "Es digno de muerte! ¡Es digno de muerte!".

En la ciudad tuccitana empieza a oscurecer, la tarde deja entrever la agonía del día y las estrellas, se disponen a hacer su salida al escenario del cielo. En la calle, las gentes comienzan a disponerse en sus lugares elegidos, para asistir a una de las representaciones de Semana Santa más hermosa de nuestra ciudad: la salida de nuestro padre Jesús de la túnica blanca y María Santísima de la Trinidad. Con el corazón en un vilo, veo como asoman, los primeros costaleros por las escalinatas de las Trinitarias. Brazos tendidos que sujetan, la pesada carga. Sin respiración, con coraje, arrastran hasta la calle el trono de Jesús, y lo observo, lo contemplo y a mi mente llegan multitud de imágenes, de recuerdos que se solapan en mi cabeza al ritmo del latido de mi corazón y sin saber cómo ni porqué, se humedecen mis ojos y comienzo a llorar y es que muchas de esas imágenes están vinculadas a mi pasado, a mi casa, a mis padres, a mi infancia hoy ya perdida. A los rincones de mi ciudad llenos de gentes, de palabras que aún flotan en el aire y que resuenan en mí como si estuvieran sucediendo en ese instante. Aquellas tardes, de plaza llena de niños jugando, que bajaban del Castillo, del Portillo, de la Puerta del Sol, de la calle San Pedro, de la Senda y que jugábamos ajenos, a tantas cosas y que hoy, esas cosas, nos han dado forma, como hombres. De mujeres de negro llorando al paso de la Señora, de la madre pidiendo perdón e implorando por sus hijos. El hombre desesperado que, fuera de su tierra, quería volver a su pueblo amado. De pronto, la irrupción de aplausos, me saca de mi trance y veo como, majestuoso, aparece el paso de palio, de nuestra Señora llena de tristeza y amargura, inmersa en un dolor que lleva impreso en la cara, con un puñal que atraviesa su corazón santo.

En la placeta de las trinitarias se produce una explosión de aplausos, de palabras de admiración por tanta belleza escénica, pero cuánto dolor se encierra en la misma. La tragedia está servida y las lágrimas de la Señora hacen presagiar los acontecimientos, que en las calles tuccitanas, se van a vivir en los próximos días. Si yo pudiera, madre mía, arrancar ese puñal que te produce ese profundo dolor, que te angustia, no lo dudaría ni un momento. Dame fuerzas y sabiduría Señor, para comprender tus palabras y tu destino. Permíteme que lo entienda y poder, ser así, digno de alcanzar tus promesas. Miro y vislumbro, con la vista perdida, a un costalero, llora y no sé por qué, también yo estoy llorando y tampoco sé el motivo. Me estremezco desde mis adentros, algo es lo que me aturde y no me deja pensar, puede ser que al final, nos damos cuenta de la cantidad de cosas que podíamos hacer y no hacemos, y que haciéndolas, podríamos conseguir que la carga y el dolor de nuestro Señor, fuera más ligera. Su figura se me antoja viviente, con el mecer de los costaleros, y un frío recorre mi espalda y vuelvo a pensar en aquel momento. Cuánto amor debe sentir un hombre, para entregar su vida, por todos los demás. Cuánta valentía y coraje hay que tener, para hacer frente al calvario que está padeciendo, nuestro Salvador. Un golpe, sobre otro golpe, sin un reproche, admitiendo el destino que le tocaba vivir. Cuántas veces, Señor mío, debes de servirnos de ejemplo. Cuántas veces hemos perdido la fe y la esperanza en todo..., si pudiéramos tener una parte de tu entereza, si al menos tuviéramos el coraje de admitir nuestra culpa, pero, la realidad es otra y día a día, te entregamos a esta pasión sin sentido, que no todos entienden. Qué hacer Padre bueno, para hacerte más llevadera tu carga, para poder compartir contigo, nuestra culpa. Perdónanos, Señor..., ayúdanos a comprender tu causa y poder alcanzar así, tu gloria.

Un año más me despido de ti Señor, un año más de espera de las calles tuccitanas, para poder admirar tu talla por las empinadas cuestas, de este nuestro Jerusalén marteño. Pero, me queda el consuelo, de poder acercarme a la orilla de tu amor, en aquel lugar lleno de tranquilidad y sosiego. Un año más te espero, algo más viejo, pero con el mismo amor de la primera vez, te espero.

El Juicio ante Pilatos

Después de ser juzgado Jesús por los sacerdotes y Herodes, fue conducido nuevamente ante Pilatos que, no encontrando delito en aquel hombre, quería hacer un último llamamiento a la piedad de la gente. Ordenó a los guardias judíos y a los soldados romanos que cogieran a Jesús y lo azotaran. Los guardias llevaron a Jesús al patio abierto del pretorio para este suplicio. En el patio golpearon a Cristo de una manera cruel, asesina, como hienas que acorralan a su presa cebándose en Él; disfrutando con cada golpe, arrancándole la piel en cada embestida, rasgándola y ensangrentándola; convirtiendo el cuerpo de nuestro Señor en una herida de la cual manaba su sangre santa por doquier. Pero no esbozó ni una palabra ni un lamento. Tal fue el castigo, que tuvieron que darlo por finalizado por temor a haberle dado muerte allí mismo. Concluido fue entregado de nuevo a Pilatos. Quien lo mostró a los judíos y les dijo: "!He aquí al hombre! Os declaro de nuevo que no encuentro ningún delito en él, y después de haberlo azotado, quisiera liberarlo." Pero no era el objetivo pretendido por aquellos que acusaban a Jesús, pues querían su muerte en la cruz y así se lo hicieron saber gritando: ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!

Y allí estaba mi Cristo del amor, con la capa roja, su caña y aquella corona de espinas que martiriza sus sienes y todos se reían de Él y lo ridiculizaban y a empujones lo pusieron frente a su pueblo diciéndole ¡Salve rey de los judíos! Los mismos que lo habían aclamado en su entrada en Jerusalén. A Él, al que todos pedían que fuera investido como tal, ahora le escupían, lo ultrajaban... En una locura colectiva que clamaba por ver su sangre derramada. Tú que ahora investido con tu manto rojo recorres las calles de nuestra ciudad tuccitana, permite Señor que entonemos oraciones de perdón. Tu amor inmenso e inconmensurable, nos hace albergar la esperanza de tu perdón. Caminas despacio hacia tu destino y mientras, Dios mío, todos miramos tu cuerpo dolorido, meditando sobre tu pasión y destrozados por el castigo infligido. Cada día debemos de recordar en qué medida nosotros seguimos siendo culpables de esta traición, pasión y muerte. Cada día oímos menos nuestro corazón y cada día nos alejamos más de ese Cristo del amor, que paseando por las calles de nuestra ciudad reparte su perdón.

¡Oh Madre Auxiliadora de almas, permite el beneplácito del corazón de Tu hijo para este pecador que clama su perdón! ¡Oh Madre Auxiliadora, tú que todo lo puedes por intercesión de tu hijo, permite el perdón de éste y de otros que ruegan cada día por ese perdón.

Pilatos se dio cuenta de la determinación de los judíos de llevar a cabo sus intenciones y pidió que se justificara la razón de su petición. Un sacerdote se adelantó y dijo: Este hombre debe morir porque se ha proclamado a sí mismo hijo de Dios y ha cometido blasfemia.

La noche es negra de muerte oscura, como las entrañas de aquellos enemigos de nuestro señor que claman palabras de muerte, no quieren cambios. Quieren ver derramada la sangre de nuestro señor, vertida sobre el suelo de Jerusalén. La noche se dispone en la ciudad tuccitana a vivir la representación evangélica de la flagelación de Cristo y por las calles aparece la figura de un Cristo que desparrama su fortaleza divina por los cuatro costados. En ella se observa cuán aterradora imagen debieron de vivir las gentes de aquel lugar. Un Cristo ensangrentado herido de muerte, pero, en su cara, sólo se puede observar la quietud y complacencia del que todo lo entrega por amor; pareciera que en su cara no se reflejara el inmenso dolor que debiera de sentir, por la magnitud de las heridas que le han causado.

¡Cuánto dolor somos los hombres capaces de infligir! ¡Cuánto somos capaces de hacer sufrir sin objetivo concreto! La masa es insana, impura, capaz de las mayores atrocidades y en este caso dieron muestra inigualable de su maldad.

Te miro Señor al paso de tu trono y me cuesta mantener mi mirada en tus costados doloridos, en tus piernas ennegrecidas por los golpes, en tu figura maltrecha ante el castigo infligido por los hombres. Me avergüenzo de éstos y de mí mismo y me pregunto cómo podríamos, Señor, lavar la culpa de tan horrible pecado. Cómo podríamos encontrar las respuestas a esta pasión sin sentido que año tras año te atormenta. Cuál será el precio que debemos de pagar para lavar nuestros pecados. Todos los días seguimos maltratando al prójimo, todos los días seguimos humillando al otro. Todos los días seguimos entregando a Jesucristo a las masas para que de nuevo griten ¡Crucificado! No hemos aprendido nada de tu lección, Señor, seguimos negando tus palabras y tu lección. Ayúdanos a encontrarnos contigo y, aunque pecadores, podamos hallar el remedio para evitar tu dolor y tu pasión que debiera de ser nuestro dolor y nuestra pasión.

Sigue avanzando por las calles oscuras de la ciudad entre las gentes que murmuran llevados por el realismo de la talla y por la hermosura del paso. Las flores del paso parecen estar de luto y no visten sus mejores colores, ni desprenden su mejor perfume. La madre, siempre presente como cualquier madre ante el sufrimiento de su hijo, con las blancas manos mirando al cielo. Esas manos inmaculadas que tanto cariño dieron a su hijo, que tanto cuidaron aquel Jesús niño, ahora sufriendo, solo; abandonado por todos; ignorado por todos, enfrentándose a la realidad de aquel hombre, que pronto, se verá cara a cara con la muerte.

No llores más Madre mía, me rompes el corazón, y dejas sin alegría al mundo entero. Las estrellas lloran tu agonía y el cielo pierde su luz y su alegría, pues, a la madre del cielo se le escapa lo que más quería: su hijo Jesús, que va delante de ella, lleno de agonía. No llores más madre mía, que al tercer día nos dijo que resucitaría, y entre nosotros, nuevamente moraría. No llores más madre mía, que no se apague tu luz, pues, es la única luz que me guía y sin ella, yo me perdería. A ti, te rezo cada día, ¡Oh, madre mía!, Madre de los desamparados. No llores más madre mía. Sin ti, yo, me perdería... Poco a poco, la fría noche, va cubriendo con su manto oscuro, el cuerpo maltrecho de Jesús. Costaleros doloridos, ilusiones cumplidas de un año, que se convierten en esperanza para otro. Abrazo fraterno del hermano, que felicita al nazareno, y el viejo costalero, que difícilmente puede ya con la carga, mira a su Señor y musita bajito, pero sabiendo que lo escucha su Señor: "un año más he estado contigo, Señor. Dame fuerzas para estar de nuevo llevando tu trono el próximo año. Salud para los míos". Y dándose la vuelta camina despacio, pero seguro, de que ha orado ante su Señor un año más. El viejo costalero espera estar de nuevo en la fila cuando la primavera empiece a traer olor de flores frescas y él volverá con la ilusión de sacar a su Señor en el renacer de una nueva primavera.

Y Pilatos impotente, delante de aquellas gentes, temeroso de revueltas y tropelía, accede a la petición de aquellas malvadas gentes y accede a la condena de muerte para nuestro Señor y lavándose las manos de la sangre que se iba a derramar entregó a Jesús para que fuera crucificado.

Jesús camino del Gólgota

La pasión continuaba y parecía no tener fin. Después de la tremenda flagelación y la condena, comenzaba el camino hacia el Gólgota. La carne martirizada recibía dolor, dolor y nada más que dolor. La corona de espinas, incrustada en la frente, no daba tregua. La cabeza oprimida por ella y sus profundas espinas, martirizándola. En ese estado, el peso de la cruz era insostenible y apenas podía nuestro Señor con ella. ¡Qué multitud a lo largo de toda la vía dolorosa!, los soldados de la escolta hacían grandes esfuerzos para contenerla. No había un mínimo de piedad en ellos para este ser ensangrentado que apenas si avanzaba, acorralado por golpes de bastones y puños. El odio les cegaba la mente y el mal triunfaba en aquella turba, sin piedad. La milicia procedía exigiendo brutalmente que continuara con la pesada carga. Para ellos era solamente un deber que cumplir en el menor tiempo posible. ¿Dónde estarían todos esos que habían recibido bienes de su gracia? Cada uno de ellos estaba ahí con tantos otros, presto a golpearle. ¿Qué les habrá hecho? ¿Cuál era su culpa? Había llegado la hora del mal y Jesús era la víctima del sacrificio sobre la que se descargaba todo. Ni siquiera, sobre las bestias, ningún asesino ha descargado tanta crueldad, como si el odio se complaciera en el sufrimiento y poco importara la inocencia.

Te abrazas a tu Cruz, Jesús de Pasión, con todo el amor contenido en Tu corazón, como si ese madero fuera la recompensa de ese amor tan grande. Nos enseñas, una vez más, cómo un cristiano debe abrazar su pasión en esta vida. Paseas altivo, pensativo en tu empeño de salvar al hombre, con los ojos enjutos por el dolor, miras a tu pueblo y te abrazas a tu cruz como nadie hasta ahora, Cristo de Pasión, por salvar las almas de aquellos que hieren tu corazón.

Las estrellas se tercian y esconden su dolor. Una flautilla resuena y nos marca con cuánto dolor pasea en nuestro pueblo el Cristo de la Pasión. El cielo oscuro revienta por los cuatro puntos cardinales por su sufrimiento y es que en la esquina, lo espera la Reina del cielo corroída por el dolor. Es la Virgen Nazarena que llora desconsolada por el Cristo de la Pasión.

En aquel momento, Jesús estaba solo, con la mente turbada por el dolor. Extenuado, superado por el peso de la cruz, y este dolor se une al causado en aquel largo sendero que parecía ya no tener final. Jesús caía una y otra vez y los soldados, brutalmente, le hicieron levantar, porque debía continuar en el camino. Después, debía ser inmolado para que finalmente todo se cumpliera. Es mañana temprana de primavera y en el Jerusalén tuccitano todo está preparado para vivir momentos de emoción contenida. Jesús ha sido castigado como no lo ha sido ningún otro hombre y ahora, todo está servido para que arrastre su cruz por el entramado de las calles y plazas de este nuestro Jerusalén tuccitano.

A la distancia, puedo oír, las palabras de lata, son palabras de anuncio, no sé si de dolor, van delante de nuestro Cristo, sirviendo de cruz de guía, como la luz de los farios erguidos, guían en la mar, a los pescadores perdidos. Juanillón, haz que resuene tu retreta, que todo el mundo sepa, que detrás de ti, viene Jesús en penitencia, portando nuestra Cruz.

Contemplo el madero de la cruz. Me imagino cuán pesado debe ser. Reflexiono sobre lo que significa la carga que lleva Jesús. Veo sus ojos. Lo dicen todo.

Todo esto es por mí. Para que pueda acompañarle en su camino. En su angustia. En su libertad y entrega. En el amor que llena su corazón. Con dolor y gratitud, prosigo el recorrido. Conmovido por el poder de su amor, me acerco más a él y expreso mi amor.

Las primeras golondrinas mañaneras corretean en el cielo, cercanas al templo. Sobrevuelan el tejado esperando asistir a la salida de Nuestro Padre Jesús Nazareno, con su cruz a cuestas, abrazado a ella; a esa cruz que no es de madera. Es la que está hecha con los pecados del mundo, de todos nosotros. Y pronto hace su salida, irrumpe majestuoso el Nazareno portando su cruz ayudado de Simón de Cirene. La plaza cede su esplendor y pareciera que tomara un color de luto ante el paso de nuestro Señor. Silencio en torno al trono sólo se escucha. Vagamente, el rastreo de los pies, algunos desnudos, implorando perdón. El cuerpo dolorido por el castigo. Y, ahora este camino te conduce a la muerte. Camino largo, tortuoso y empinado que resquebraja tus fuerzas y te hace caer una y otra vez, y en tu caída nos miras y estamos ahí, pero no tenemos intención de ayudarte. Sólo miramos. Algunos reímos, otros lloramos, pero ninguno se afana, como Simón de Cirene, por ayudarte. Es más, seguimos echando peso de pecados en esa, nuestra cruz, que Tú, llevas por nosotros.

Déjame Señor, por un momento, ser un Simón cualquiera y poder ayudarte con esa cruz que abrazas, en la cual están mis pecados escritos y buscar así junto a Ti el perdón de mis pecados. Al principio no sé si aceptaré el peso de esa carga. Quizás reniegue como lo hizo el de Cirene pero seguro que tu bendita gracia me dará fuerzas para saber soportar la pesada carga de esa cruz del pecado que deberíamos de llevar nosotros y que tú llevas. Enséñame a saber abrazar la cruz, mi cruz, sin miedo. La que por mis pecados me merezco. Enséñalos, Señor, a llevar su cruz, la cruz que por sus pecados se merecen. Pero Tú, Tú no Señor, Tú no eres merecedor de soportar más nuestras cruces, nuestros pecados. Es tiempo ya de escuchar la palabra de Dios y comenzar a saber admitir esa cruz que Tú nos enseñaste a llevar como si dicha carga no pesara.

Detrás de Jesús nuevamente la madre, María, corretea por las calles de nuestro Jerusalén tuccitano, está escondida detrás de las esquinas de nuestras calles esperando poder ver a su hijo amado. Soportando la pasión de su hijo, pues la pasión de Jesús, es su propia pasión, todo el calvario que ha sufrido su hijo ha sido sentido por la madre en lo más hondo de su ser como suyo, como su propia pasión. Y ahora encarada con Él, le muestra cuanto amor lleva dentro de sus entrañas y comienza a comprender, cuál es la misión encomendada por el Padre para con su Hijo y con Ella.

"Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). Ahora, ve que aquellas palabras se están cumpliendo, como palabra de la cruz.

¡Oh María, madre de los Dolores! ¡Tú que has recorrido el camino de la cruz, junto con tu Hijo, rota por el dolor en tu corazón de madre, pero recordando siempre el "fiat" e íntimamente confiada en que Aquél, para quien nada es imposible, cumpliría sus promesas, suplica para nosotros y para los hombres de las generaciones futuras la gracia del abandono en el amor de Dios! Haz que, ante el sufrimiento, el rechazo y la prueba, por dura y larga que sea, jamás dudemos de su amor. (Juan Pablo II )

Próximo está el final. La carga se hace cada vez más insoportable y nuevamente cae nuestro señor... Pero no hay nadie con suficiente valor que reconozca que este dolor no es justo. No hay nadie con valor suficiente que aligere el peso de tanto dolor. Una mujer se acerca y enjuga su rostro, le muestra su amor. Pero ¿dónde está nuestro amor? ¿Dónde el valor del cristiano para decir basta? ¿Dónde aquellos que tanto gritaban ¡Hosanna!? Voz vacía, palabras que no dicen nada, que no encuentra más que el llanto que resuena de unas mujeres aturdidas y temerosas al paso del redentor, que lo miran con compasión y lo lloran. Y Jesús se compadece de ellas y les dice:

"Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque llegarán días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron y los pechos que no criaron! Entonces se pondrán a decir a los montes: ¡Caed sobre nosotros! Y a las colinas: ¡Cubridnos! Porque si en el leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará? "

Jesús es despojado de su ropa y crucificado

Llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir "la Calavera"), le dieron de beber vino mezclado con hiel. Jesús lo probó pero no quiso beberlo. Arrancaron sus ropas y lo dejaron desnudo ante el mundo mofándose, riéndose de Él. Después lo arrastraron hasta la cruz y procedieron a clavarlo en el madero donde después de crucificarlo se repartieron sus ropas, echándolas a suerte y luego se sentaron allí a custodiarlo. Sucedía entre las nueve y las doce de la mañana y el suplicio de Jesús durará hasta la "hora nona", las tres de la tarde. Largas horas de indecibles sufrimientos, mientras la oscuridad cubría progresivamente la Tierra, como para llamar a la humanidad a un luto universal.

Las once en punto. El aire recorre la plaza y con él nos trae un rumor cristalino. Es ruido de miles de pies devotos atados por cadenas que comienzan su estación de penitencia. Todo es oscuridad. La noche preñada de estrellas y la luna esquiva, se esconde detrás del campanario. Todo está dispuesto para que por las calles tuccitanas comience a discurrir nuestro Padre de la Fe y del Consuelo. Uno y otro y otro más, hasta una interminable columna de nazarenos. Fila de hombres y mujeres afligidos por la muerte del nazareno que esconden su identidad bajo el capito nazareno. Todo se vuelve trémulo con la luz de las velas que conforman miles de figuras sobrecogedoras que erizan el vello. De repente, hace su aparición una escena que difícilmente se puede olvidar. Un Cristo crucificado alumbrado por cuatro cirios y el suelo donde está clavada la cruz, plagado de rojo, pareciera estar teñido de la sangre derramada por el nazareno. Lento caminar..., hasta la campana del capataz suena ronca, casi enmudecida por tanto pesar.

Y te miro Señor de cerca y un nudo aprieta mi garganta, pues, el hombre ya ha conseguido su meta, darle muerte al Rey nazareno. Y la plaza, mi vieja plaza, aquella donde se esconden tantos recuerdos en mi mente, de tantas Semanas Santas pasadas, de tantos momentos vividos en compañía de personas que hoy me faltan; y el nudo de mi garganta se hace más estrecho y no puedo respirar y sin querer, o, quizás queriendo, ante la impunidad de la oscuridad comienzo a llorar ante Ti Nazareno pues tu muerte es mi muerte y se me escapa, como agua fina entre los dedos de mis manos, la oportunidad de la salvación, tu muerte es alejarnos del camino de la luz. Se estrecha la plaza y las gentes se agolpan para ver el paso de este Nazareno muerto, ajusticiado por los pecados de los hombres. Y me pongo ante ti y recuerdo las palabras de Lope de Vega diciendo:

 

"En esta tarde, Cristo del Calvario,
vine a rogarte por mi carne enferma;
pero, al verte, mis ojos van y vienen
de mi cuerpo a tu cuerpo con vergüenza.
¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
cuando las tuyas están llenas de heridas?
¿Cómo explicarte a ti mi soledad,
cuando en la cruz alzado y solo estás?
¿Cómo explicarte que no tengo amor,
cuando tienes rasgado el corazón?
Ahora ya no me acuerdo de nada,
huyeron de mí todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
se me ahoga en la boca pedigüeña.
Y solo pido no pedirte nada.
Estar aquí junto a tu imagen muerta
e ir aprendiendo que el dolor es sólo
la llave santa de tu santa puerta".

 

Lento caminar de aquel que está muerto y entre gentes discurre. Se hace un silencio espeso, sólo se escucha el crujir de varales o algún sollozo escondido debajo de ese capito de nazareno.

En la cruz, aparece un Jesús, de nuevo orante hacia el Padre y, de nuevo, misericordioso para con los hombres, incluso para sus verdugos. Es el hombre libre de rencores, de odio y resentimientos.

Es, una vez más, la manifestación plástica del perdón y de la misericordia de Dios para con los hombres.

Y en mi mente resuenan las siete palabras de ejemplo, siete palabras para la fe de un cristiano, siete palabras que nos recuerdan quien fue el hombre bueno que murió en el madero.

 

1. "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen" (Lucas 23, 34).

2. "Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lucas 23, 43).

3. "Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu madre" (Juan 19, 26-27).

4. "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mateo 27, 46 y Marcos 15, 34).

5. "!Tengo sed!" (Juan 19, 28).

6. "Todo está cumplido" (Juan 19, 30).

7. "Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu" (Lucas 23, 46).

 

Todo se ha consumado, todo es oscuridad. ¿Cuál será ahora Señor nuestro camino?, ¿por qué sendero debo caminar y no tropezar en mi destino? Ahora no tengo nada; nada me dejaron los hombres que mataron tu destino y el mío. ¿Por dónde debo caminar Dios mío? Es como si estuviera ciego, ciego sin poder tener claro a donde conducir mi destino. Esto es la vida sin Cristo: oscuridad, temor. Es como el niño chico que cuando tiene miedo se coge a la mano de su madre. Ahora, Dios mío, ¿a qué mano me cogeré yo? Ahora Dios mío ¿cómo se llega al camino de la salvación, si tú no estás?

Tú que nos marcabas el sendero hacia Tu Corazón. Sigo teniendo fe en Tu luz, que es mi guía y la que me conduce al puerto de salvación.

Jesús muerto, descendido de la Cruz y llevado al Sepulcro

Al caer la tarde llegó un hombre rico de Arimatea, de nombre José, que era también discípulo de Jesús. Fue a ver a Pilatos para pedirle el cuerpo y Pilatos mandó que se lo entregaran.

Y en aquel horrible lugar, clavado en la cruz yacía nuestro Salvador, allí en aquel lugar de muerte, los hombres, culminamos nuestra traición. Al pie, la madre desgarrada de dolor, como cualquier madre, ante el aterrador momento, de ver a su hijo entregado al árbol de la muerte, con la piel rasgada, mutilada por tanto padecimiento. Es cogido de la cruz y descendido a manos de su madre, que lo abraza, como tantas otras veces lo abrazó y fundió su corazón con el de Jesús, pero ahora, no le dice nada. Sus labios amoratados, le han robado sus besos... Sus brazos inertes, ya no la abrazan. Su voz, no resuena en su garganta y no pronuncia palabras de amor. Cuerpo estéril, que no dará ya más calor. Y la madre lo abraza y sobre Él, derrama lágrimas de amor, que no son, lágrimas de sus ojos, sino, del corazón, ensangrentadas, pues, sus entrañas heridas de muerte son. ¡Qué cuadro tan desolador Madre e hijo Muertos! Uno por los hombres, la otra por el dolor. Con resignación va tejiendo un abrazo de amor, dejando en él, parte de su corazón dolorido, atravesado por ese puñal, que se llama dolor.

 

¡He aquí helados cristalinos,
sobre el virginal regazo,
muertos ya para el abrazo,
aquellos miembros divinos.
Huyeron los asesinos.
Qué soledad sin colores!
¡Oh madre mía no llores!
¡Cómo lloraba María!
La llaman desde aquel día,
la Virgen de los Dolores.
Dame tu mano, María,
la de las tocas moradas.
Clávame tus siete espadas
en esta carne baldía.
Quiero ir contigo en la impía
tarde negra y amarilla.
Aquí en mi torpe mejilla
quiere ver si se retrata
esa lividez de plata,
esa lágrima que brilla.
Déjame que te restañe
ese llanto cristalino,
y a la vera del camino
permite que te acompañe.
Deja que en lágrimas bañe
la orla negra de tu manto
a los pies del árbol santo
donde tu fruto se mustia.


Capitana de la angustia,
no quiero que sufras tanto.
Qué lejos, Madre, la cuna
y tus gozos de Belén.
No, mi Niño. No, no hay quien
de mis brazos te desuna
y rayos tibios de Luna
entre las pajas de miel
le acariciaban la piel
sin despertarle. ¡Qué larga
es la distancia y qué amarga
de Jesús muerto a Emmanuel!
¿Dónde está ya el mediodía
luminoso en que Gabriel,
desde el marco del dintel
Te saludó: ¿Ave María?
Virgen ya de la agonía,
tu Hijo es el que cruza ahí.
Déjame hacer junto a ti
ese augusto itinerario.
Para ir al Monte Calvario
cítame en Getsemaní.
Gerardo Diego

 

Viernes Santo, viernes de dolor en el Jerusalén tuccitano, que ve al templo derribado, en su pétrea cuna de muerte. Todo está preparado para su traslado al sepulcro que acogerá a ese cuerpo incapacitado, al que se le ha hurtado la vida. ¡Qué fría es la muerte! ¡Qué estampa inolvidable, para el ser humano! La fría piel del que muere, la grave quietud de un cuerpo, al que se le ha arrancado el aliento de la vida, pero, en este caso no es una vida cualquiera, era la del Dios hecho hombre, que cumple su promesa, de dar la vida por la redención de los hombres.

Y en los brazos de tus costaleros vas, Cristo yacente, acompañado de la Virgen María, la de los Dolores, y aquel que amabas como a tu propia vida, Juan, que llora con desolación por la muerte del maestro, su maestro, el que le ha enseñado que por encima de todo: del odio, de la rabia contenida, está el amor. Ese amor que es capaz de hacer, que un hombre entregue la vida por los demás. Y juntos caminan en el séquito funerario, calle arriba, llorando la pérdida del que querían, apretando sus manos contra su pecho, como si quisieran impedir que algo se escapara de sus adentros. Calles estrechas de esta ciudad mía. Empinadas calles que son el calvario de los hombres y mujeres que portan vuestras imágenes. Silencio solemne, sólo se oye el silbar del viento, testigo de todo desde el primer día, ahora errante entonando un chillido de muerte. Y va gimiendo delante, con voz desgarrada, ¡ahí va! ¡ahí va! Es el Cristo yacente.

Oscuro pesar, de un corazón que creyó en las palabras de vida, ahora sin ellas. ¿Dónde buscar ahora la alegría de aquellos días, en los que Jesús bendecía? ¿Dónde se recitarán ahora las palabras de amor que tanto repetía el maestro? Ahora ¿quién las diría? Ay, mala hora de muerte funesta. Secuencia de vida, que ha arrancado de cuajo, la esperanza mía, mas tenemos que seguir tirando, tenemos que seguir esperando las palabras, de la buena nueva, seguros, creyendo en aquel hombre que devolvió la vida a Lázaro, que dio de comer a miles, que fue capaz de enfrentarse al mal y salir victorioso.

¡Oh¡ Dios dame la fuerza de aquella campesina de Betania, llamada Marta, que tantas veces te albergó en su casa, que tantas veces estuvo cerca de Ti y creyó sin dudas en que Tú eres la resurrección y la vida. Dame esa fuerza para creer como hizo Marta, pues, en esto se basa la fe de mis mayores y la mía. No dejes que las tinieblas turben mi mente, y pierda esta batalla impía, quiero ganarla contigo y alcanzar así tu gloria. Y mirándote Señor, ahí tendido, después de haber exhalado el último suspiro, recuerdo con fuerza tus palabras, que resuenan en mi cabeza y hacen eco en mi corazón, angustiándolo, en este día de lágrimas negras, por el luto de tu muerte: Yo soy la resurrección y la vida. Todo el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá. ¿Crees esto?

La Soledad de María

La pasión de Cristo ha terminado, sólo queda el recuerdo de aquel que fue enviado por el Padre y que, ahora, yace en el sepulcro muerto. Las tinieblas cubren todo el universo, y solo unos pocos siguen con la ilusión puesta en las palabras del maestro. Entre ellas María, la Madre de Dios, que ahora sola vive, con tormento, las primeras horas del día sin su hijo amado. Las primeras horas de la noche, después del tormento, son tiempos de amargura. Un fuego interno abrasa sus entrañas y sola está quien concibiera al salvador del mundo.

Con vestido negro, de luto funesto, recorre las calles del Jerusalén tuccitano, la soledad, sus manos implorantes, piden al Padre por su Hijo Eterno, su cara lo dice todo, la blanca palidez de su cara, del color de la cera fría y un sin fin de lágrimas recorre su virginal mejilla en esta noche fría, de fría muerte, qué larga se hace la espera, qué dolor tan inmenso recorre a María. Nazarenos serios, como seria la agonía, tenebroso, como tenebroso el día en que murió el Mesías... Ya no llores más María, que pronto el reino de Dios reinará en estos días y podremos disfrutar de su gloria al tercer día.

Y vas escalando la empinada cuesta de San Bartolomé, Natanael lo llamaban, discípulo de Jesús. Y llegas al Calvario de la ciudad tuccitana y desde allí contemplas a la ciudad que ha vivido intensamente la pasión de Cristo y espera deseosa la llegada del día de la resurrección.

Huele a palo seco quemado, son las cruces del nazareno crucificado, que desprenden el olor de lo consumido, lloran sus hijos, lloran los extraños, por la muerte de un hijo, de un hermano. Y el silencio sigue reinando en la oscuridad de la noche, en la que sólo se escucha, el crepitar de palo quemado y algún harapo al viento prestado. Tímida vela, que con tu luz, alumbras el paso de algún hermano que se encuentra perdido. Luz de una vela que simboliza, la vida que aún no ha acabado, pero que pende de un hilo, la de María, la de la Soledad le llaman y es que sola se queda después de tanta pasión pasada, después de tanto dolor asumido, ahora sólo le queda la esperanza en las palabras, del hijo amado.

Y a mi mente acude un bellísimo poema de Lorca que dice así (El Paso):

"Virgen con miriñaque, / Virgen de soledad,/ abierta como un inmenso/ tulipán. / En tu barco de luces/ vas/ por la alta marea/ de la ciudad,/ entre saetas turbias/ y estrellas de cristal./ Virgen con miriñaque, /tú vas/ por el río de las calles/ ¡hasta el mar¡"

La resurrección de Cristo

Solos se quedaron los apóstoles y los seguidores de Jesús. La muerte del maestro les había arrebatado aquel a quien más querían. Ya nada era igual. El desaliento comenzó a hacer mella entre ellos pues les faltaba el elemento aglutinador. Quién les había enseñado a ser fuertes, a defenderse con amor de toda hostilidad, pero el ancla que daba fuerza a su varadero era Jesús y él había muerto. Ya no estaba, y no era que dudaran de su fe y sus enseñanzas, pero era tan duro creer, era tan difícil. Ellos que habían visto con sus propios ojos cómo le habían dado muerte, ellos mismos habían contemplado a Jesús, postrado en brazos de María. Qué desaliento, qué nueva agonía, ahora sin el Maestro ¿qué harían?, ¿en qué se refugiarían si su refugio había sido siempre Él? Y así, inmerso en estos amargos pensamientos, pasaron las horas de los primeros días, unidos en el dolor, recordando cada minuto, en el que habían compartido vida con Él.

Qué dolor tan inmenso. No sé si sería más fuerte el dolor de la carne o este nuevo dolor que sale de dentro, que quema, que escuece, que no tiene remedio, ni brebaje, ni ungüento que alivie este desespero. Es el buscar y no encontrar. Es el decir palabra y no recibir respuesta. Es lanzar amor y sólo recibir desencuentro. Qué soledad siento, qué dolor, me sale desde dentro.

Al tercer día fueron las mujeres a visitar la tumba de Jesús, y encontraron que la piedra que tapaba la sepultura estaba movida. Había sido quitada. Y las mujeres corrieron alarmadas pues creían que el cuerpo de Jesús había sido sustraído de su enterramiento. Pero al paso se encontraron con un Ángel que le anunció que Jesús había resucitado y que se reuniría con ellas y con los discípulos.

¡Aleluya, aleluya¡ Jesús ha resucitado y en el Jerusalén tuccitano todo parece resplandecer de nuevo. La primavera rompe su luto y hasta el olivar se despereza y el que fuera lugar de tristeza y amargura, se viste de un color. Es el color de la propia hermosura, su tono verde rompe el horizonte que azulea en las primeras horas del domingo de resurrección. Martos se engalana y espera con paciencia que se muestre Cristo en toda su hermosura dando fe de redención y de esperanza nueva. Ay qué alegría nueva de creer en la vida futura. Atrás quedan los días de amargura, de oscura desdicha con esta esperanza nueva.

Un niño se coge a la mano curtida del padre, curtida por el trabajo duro, pero con suavidad aprieta, vamos corriendo y a lo lejos se escucha el metal de la trompeta y rugir del tambor que a la plaza llega. Lágrimas en los ojos este hombre lleva. Se emociona y se rinde ante la música de aquella banda de verdes caquis, que a la plaza llega para acompañar al Cristo resucitado en su andadura.

Cientos de capirotes rojos y túnicas blancas se confunden en las calles, camino de San Amador. Un año de espera para acercarse a San Amador, un año y ya a las puertas. Qué gloria te espera San Amador, que no sólo eres nuestro patrón, sino que además albergas en el seno de tu iglesia, al Redentor.

Recuerdo de niño, cómo mi madre después de planchar la túnica, de virginal blanco, la colgaba en una percha, para que no se arrugara, al pie de mi cama. En toda la noche, no podía conciliar el sueño. Y en mi mente, corrían mil y una secuencias, de lo que iba a hacer, nada más amaneciera. Ponerme esa túnica y, corriendo, llegar a la fila, para poder acompañar a mi Cristo, sí mi Cristo, pues, desde casi toda mi vida, cada domingo de Resurrección, he estado con Él. A su lado he crecido, he sido niño a su lado, como hombre he estado con Él y ahora que empiezo a peinar canas, también sigo siendo fiel, a Él. Y si Él, me lo permite, con Él seguiré hasta el final. Pues, así lo hice como nazareno, después, como costalero y como tú mandes.

Ya la madre no llora. Ha visto a su hijo renacer con una vida nueva, Jesús ha vencido al árbol de la muerte, ha vuelto a la vida para su gloria y para nuestra salvación. Esperanza lleva de nombre, esperanza renovada en una vida nueva.

Ahora si se ha consumado todo, también este pregón, que no sé, si les habrá llegado al corazón, pero, créanme, que lo he hecho, con toda la ilusión.

 

Anoche cuando dormía
Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que una fontana fluía
dentro de mi corazón.
Di, ¿por qué acequia escondida,
agua, vienes hasta mí,
manantial de nueva vida
de donde nunca bebí?
Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que una colmena tenía
dentro de mi corazón;
y las doradas abejas
iban fabricando en él,
con las amarguras viejas
blanca cera y dulce miel.
Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que un ardiente sol lucía
dentro de mi corazón.
Era ardiente porque daba
calores de rojo hogar,
y era sol porque alumbraba
y porque hacía llorar.
Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que era Dios lo que tenía
dentro de mi corazón."